Café de talega, redes que remendar, trampas apiladas, recibas, botas, petos, conchas marinas, alguna lata de Tecate aplastada (cerveza local)… Si alguien quiere conocer la Baja California Sur en toda su esencia, tiene la obligación de visitar un campo pesquero. Algunos habitados durante todo el año y otros solo en la temporada, estos asentamientos se reparten entre el Golfo de California y el océano Pacífico en los más de 2.000 kilómetros de costa del estado. No hay uno igual que otro, pero hay denominadores comunes.
Las casas de colores y las boyas recién pintadas (si se va antes de que empiece la temporada) hacen de señuelo para la vista. Ubicados en su mayoría en lugares remotos, son buenos ejemplos de que el ingenio y el reciclaje (por practicidad, más que por otra cosa) pueden hacer maravillas. La maya que el año pasado había sostenido la sardina como carnada, ahora toma prestigio en la cocina donde ha pasado a ser el recipiente perfecto para los ajos, una vértebra de ballena hace las veces de taburete, y las trampas ya viejas se rellenan de piedras para hacer bancales y sostener en terreno.
A medio día, cuando las pangas (lanchas) vuelven de marea (la jornada de pesca), las cocinas se ponen en marcha y empiezan a emanar los aromas más deliciosos: cabrillas a la disca, langosta frita, almohaditas de almeja, tortitas de camarón. El menú depende, sobre todo, de lo que se explote en ese campo, pero algo que siempre coincide es que el producto no puede ser más fresco, que quien lo cocina lo conoce a la perfección y que va acompañado de unas buenas tortillas de harina. Las tortillas de harina de trigo y manteca de cerdo son muy comunes y preciadas en toda la península.
A la rica pitanza, le sigue la siesta o “coyotito”, que solo es interrumpida por el alboroto de las gaviotas peleándose por los restos del festín. Este descanso es bien merecido ya que por lo general, los pescadores salen “a marea” mucho antes de que amanezca, y el trabajo es de todo menos liviano.
En estos asentamientos costeros es más común ver a un niño lanzando la piola (un aparejo de mano) y sacando una buena captura que enganchado a una tableta, algo que sin duda está en peligro de extinción… El aire marinero transmite una tranquilidad palpable, que se extiende incluso al mundo animal. Es normal ver a un husky, un chihuahua, y un “mitad coyote, mitad pitbull” de diferentes dueños campando a sus anchas por la playa, viviendo en plena armonía, y haciendo planes sobre cómo enfrentar la próxima travesura. El chihuahua es, en todos los casos y sin excepción, la cabeza pensante de las fechorías.
El día que cociné esta receta llegábamos al campo pesquero más remoto que habíamos visitado jamás. Lo hicimos por mar, y ni siquiera de manera directa, después de adentrarnos por sinuosos meandros, ahí estaba, escondido entre el mangle y como sacado de una escena de la película Waterworld. Entonces solo sabía que la receta sería con camarones y que me las tendría que apañar con otros pocos ingredientes, pero lo que no esperaba es que una serpiente coralillo llamada Arnulfa terminaría siendo mi compañera de cocina.